La Cabaña del Terror

Hay lugares que nacen torcidos. Lo sientes al pisar su suelo, como si la tierra murmurara secretos que no quiere soltar. La cabaña era uno de esos lugares. Escondida en los bosques de Maine, donde los pinos ahogan al sol, se agazapaba como sapo en tronco podrido, esperando. No por algo en particular, solo esperando, como araña en su tela, paciente y segura de que algo caerá en sus hilos.
John Haskins, de veinticuatro años, soñaba con ser guionista. Creció en Bangor, cerca del bosque, pero no tanto como para sentir su peso. Susan Pelletier, su novia, era práctica, siempre con agenda y mirada que cortaba las tonterías de John. Robert "Bobby" Tremblay era bromista, capaz de culpar al perro por un pedo en ascensor, pero generoso. Elizabeth "Liz" Carver, callada y artista, veía cosas que otros no, como sombras que se movían sin razón.
Eran chicos que creían saber del miedo por ver películas de terror y contar historias de fantasmas. Cuando Canal 6 lanzó un concurso -¡Gana un fin de semana en cabaña aislada!-, John envió la inscripción por diversión. Susan puso los ojos en blanco, Bobby bromeó y Liz dibujó casa embrujada. No esperaban ganar, pero lo hicieron. La postal llegó con certificado dorado y mapa tembloroso. "Una aventura única", prometía.
No sabían de la historia de la cabaña. Nadie les habló de desapariciones, rituales antiguos ni cómo lugareños evitaban ese bosque maldito. No sabían de sombras que se apretaban contra ventanas ni de voces que zumbaban como radio en frecuencia muerta. No sabían de sangre en las tablas ni de cosas hambrientas en la oscuridad.
Llegaron al atardecer, con cielo color moratón. El aire olía a pino y algo agrio, como carne podrida. John bromeaba con malvaviscos, Susan buscaba señal, Bobby eructó y Liz miraba árboles, sintiendo ojos sobre ella. La puerta crujió, y la oscuridad del interior los recibió. Eran chicos entrando en lugar que los esperaba desde siempre.
Hay lugares torcidos. Y algunas historias, una vez que empiezan, leer todo...